Bailando con Margot: el goce de la cinefilia

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Dispositivo fílmico a loor del séptimo arte, y de sus amantes, Bailando con Margot (Arturo Santana, 2015) supone la mayúscula operación de cinefagia suscitada durante los últimos tiempos en la creación audiovisual de este país.

Aunque de una manera que —a ciencia cierta— resulta ya algo extemporánea, pero no por ello menos rotunda en su concreción, aclárese, el realizador cubano se monta a lomos de determinada zona del desmadre posmoderno enfilada a concebir sus registros desde las cartillas náuticas de las mixturas genéricas o el negociado pragmático con el palimpsesto: aparato creativo este que —casi que por defecto— no solo trae de fábrica el consabido acto de pleitesía o admiración rendidas hacia el pasado artístico; sino además, en ciertos exponentes, una preocupación obsesiva por el cuidado de las formas y, en otros pocos, de plus, el tan evidente como por algunos directores elidido axioma de que el cine es (amén del componente intelectivo y su virtual inmanencia filosófica) ludo, imago, goce, apelación a los sentidos y respeto a quienes marcaron las señas caligráficas del arte practicado. Sin que ello entrañe la renuncia por parte del realizador a estampar su marca de agua.

Hemos de quitarnos el sombrero ante Santana porque cuando no había promediado todavía el área media del filme por sí escrito y dirigido ya él está en capacidad de demostrar que entiende, bien, de cuanto arriba se escribe. Su narración, refocilante y urdida con la habilidad del cineasta-cinéfilo (dispénseseme la digresión, pero, sabemos, no todos poseen el frenesí devorador de ver cine a lo Allen-Scorsese-De Palma: muchos directores actuales no han visionado el volumen de obras necesario, algo evidente hasta a la hora de juntar dos planos) va mucho menos en el sentido de edificar un culto a la nostalgia o erigirse en suerte de regidor arqueológico o marchante vintage que en conjugar las potencialidades discursivas de géneros, tonos y  sellos de distintas eras del cinematógrafo en pos de esta integración abrasiva, pasional, dentro de las latitudes de una poética sustentada en el entendido tácito de que filmar también puede ser ese gran juego total del niño-adulto-espectador encandilado-artista consecuente con sus filias, querencias, ardores.

Al saludar y darle bienvenida a aquellas previas muestras de cine negro denominadas Mata que Dios perdona (Ismael Perdomo, 2006) y Omertá (Pavel Giroud, 2008), escribí que el cine cubano estaba rabiosamente urgido de expandir su plataforma genérica, estrenar más películas distintas a lo mismo de siempre, por arriba incluso de sus calidades: como aquellas, irregulares ambas; e incluso era muy lícito incursionar hasta en campos vistos entonces cual mero sueño, a la manera del terror y la ciencia ficción, sin embargo muy pronto penetrables mediante la solvente comedia de zombies Juan de los muertos (Alejandro Brugués, 2011) y la fallida Omega 3 (Eduardo del Llano, 2014), de forma respectiva. La pantalla insular no hubiese imaginado tampoco, años atrás, una película de la guisa de Bailando con Margot, más concebible dentro de aparatos de producción nacionales de mayor margen cuantitativo y en los cuales cabría esperar por ende la aparición de expresiones así de próximas a la heterodoxia. De forma que deviene doblemente plausible su irrupción y le resulta recomendable a la pluralidad de la filmografía criolla tal gestación.

Además del noir fundacional del Hollywood clásico de los ’40 – ‘50 y las posteriores asunciones galas de Melville et al, el opus germinal en el largometraje de Santana hace re-pensar, con fruición, en un cúmulo inmarcesible de títulos como el Kill Bill, de Quentin Tarantino, aun sin apéndice de animación; El artista (Michel Hazanavicius, 2011) y la Blancanieves de Pablo Berger de un año después —las escenas, cine silente, de la filmación de la pelea del siglo del segundo cuadro, verbigracia—; el cine pugilístico, no tanto el de la era Rocky como el de la de John Garfield y sus narradores de sombreros como ese Patricio Wood que lo clava pese a figurar segundos en pantalla; el musical minnelliano y el patrio con su expresión máxima de La bella del Alhambra (Enrique Pineda Barnet, 1989): las escenas del vernáculo y las bailarinas con trasfondo de Meliés; Un hombre de éxito (Humberto Solás, 1986) y La edad de la peseta (Pavel Giroud, 2006): en la recreación de ambiente epocal; el Nucky Thompson de la serie Boardwalk Empire de Martin Scorsese y Terrence Winter: en ese acto cuarto, cuando Esteban y Joe conversan junto al mar; y en un sinnúmero de piezas más a las cuales rinde homenaje en tanto parte de un carrusel inacabable que tiene momentos donde lo lúdico se confunde con el fútil exceso. Pongamos por caso el boxeador-gimnasta-payaso que asesina a Esteban, delirio al parecer parido del cruce íncubo entre dos personajes de Freak Show —la cuarta temporada de la serie de Ryan Murphy, American Horror Story— y Kung Fu Sion (Stephen Chow, 2004), puesto que —al menos a mí— no me da mucho el “Joker” (fue la intención, Santana dixit).

Un pertinente punto de contención, un “hasta aquí ya” en la ordalía referativo—guiñolesca le hubiera sido recomendable en determinado momento a una cinta cuyo guion (al servicio servil de las respectivas intenciones formales de sus siete actos) se resiente. Mucho más al punto del desenlace, cuando ya el espectador se encuentra en posición de recabar algo menos de casquería y sí más gravidez en el sustrato del texto dramático. Ese hombre que salva dos veces a la Margot de Mirtha Ibarra a palazos ya en vez de ludo asemeja puro bonche, y el desencadenamiento de la intriga policial roza lo maniqueo.

Por otro lado, al margen de entenderse sus mecanismos representacionales y su codificación general con arreglo a la intención retro con la cual se otea, en cosmovisiones artísticas puestas en foco donde el melodrama y el folletín se arrullaban, el romance entre Esteban —loable encarnación de Niu Ventura— y Margot demandaba la consistencia y coherencia no alcanzada.

No obstante, tales óbices no deben entorpecer la recomendación de apreciar el estreno nacional, película hecha con ganas y resultante en buen oficio, primorosa en su dirección de arte y vestuario, exquisita tanto en su producción como fundamentalmente en la fotografía de Ángel Alderete. Él también hizo los deberes aquí para, mediante magnífico trabajo de cámara, aupar cada uno de los propósitos estéticos de Santana. A destacar el sabroso aderezo en el plano sonoro, merced al rico complemento melódico de Rembert Egües. El danzón con el cual bailan el detective interpretado por Edwin Fernández y la que intitula el filme es una delicia, e igual todo dentro de la banda sonora.

Arturo Santana ha demostrado que su talento sobrepasa el universo del videoclip, los documentales y los cortos. Su ópera prima en el largo —adelantado ejercicio de estilo— confiere la certeza de que estamos ante un buen cineasta en potencia. Evidenciada esta vez, a placer, su dominio y amor por el cine, sería la hora, en su segundo filme, de incursionar en otros modelos narrativos dirigidos a maniobrar más con el relato puro que con sus formas.

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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