Augusto en su centenario

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Conocí a Augusto Roa Bastos, cuyo centenario conmemoramos hace apenas unos días (13 de junio), cuando ya había repasado a los escritores rusos, franceses, ingleses, norteamericanos. E incluso tras Carpentier y el “boom” latinoamericano completo. Llegar al fabuloso narrador paraguayo que contribuyó a transformar la novela regional americana y a proyectar una auténtica dimensión ecumenista a las señales literarias producidas en este hemisferio supuso un hito en mi destino eterno de lector.

Arribé a sí mediante un verdadero mazazo en el pecho para el muchacho de 17 años que era entonces este periodista: a través de Yo el supremo (1974), una de las obras más concienzudas y lúcidas escritas en el continente en torno al poder y los totalitarismos, en la línea de El otoño del patriarca, de Gabriel García Márquez, y El recurso del método, de Alejo Carpentier. También, de las más rompedoras y transgresoras en la concepción de lenguaje y estilo.

Casi tres lustros antes Roa Bastos había entregado otra gema literaria: Hijo de Hombre (1960). La escribió un hombre antiimperialista por convicción, quien, al participar con solo quince años en la Guerra del Chaco entre Paraguay y Bolivia alentada por las transnacionales petroleras, conoció desde que era un niño-adolescente los efectos de las apetencias imperiales en la región y la política de los poderosos de dividir, fragmentar y pelear a pueblos hermanos, con el objetivo ulterior de ganar territorio e imponer su dominio final.

Exiliado desde 1947 de un país que naufragó parte de los siglos XIX y XX entre inacabables tiranías, ese clásico suyo y de las letras latinoamericanas que es Yo el supremo alude a la dictadura del Dr. José Gaspar Rodríguez de Francia (El Supremo), al frente de Paraguay desde 1816 hasta 1840. Dicha obra sería la palanca tensora para la entrega al escritor del Premio Cervantes en 1989, justo el año de la muerte de otro tristemente célebre sátrapa paraguayo: el general Alfredo Stroessner. A la sazón, Roa Bastos se había nacionalizado español, tras trayectos previos de su largo exilio en diversas naciones.

Alejado de un Cono Sur de Operación Cóndor, desapariciones forzosas, muertes clandestinas y violaciones perpetuas bajo la orientación y supervisión de Washington al generalato asesino, como él mismo decía: “la única manera de mantener el vínculo con mi país era la Literatura”. Y esa no dejó de practicarla nunca. A través de tales letras, fustigó al poder y a sus representantes en el subcontinente, desde la época colonial hasta la imperial.   “El tema del poder, para mí, en sus diferentes manifestaciones, aparece en toda mi obra, ya sea en forma política, religiosa o en un contexto familiar. El poder constituye un tremendo estigma, una especie de orgullo humano que necesita controlar la personalidad de otros. Es una condición antilógica que produce una sociedad enferma. La represión siempre produce el contragolpe de la rebelión”, manifestó.

Además del excepcional novelista que fue (también firmante de cuentos, poemas, relatos y textos teatrales), él se consideraba “un hombre de cine” y suscribió que escribir para la pantalla lo había ayudado a ser narrador.

Las tres películas de mayor trascendencia de los guiones por sí escritos fueron Shunko (1960), Alias Gardelito (1961) e Hijo de Hombre-Choferes del Chaco (1961). Las dos primeras son adaptaciones suyas de textos literarios de la autoría de Jorge Ávalos y Bernardo Kordon, en similar orden, y resultaron dirigidas ambas por Lautaro Murúa. Y la tercera, su versión de Misión, un capítulo de su propia obra maestra Hijo de Hombre, bajo la batuta del realizador Lucas Demare.

El autor del notable libro de cuentos El trueno entre las hojas (1953) y firmante de catorce guiones cinematográficos sostuvo que “El cine está destinado a ser uno de los medios expresivos más importantes de nuestro país; América Latina pide a gritos la presencia de nuestro cine”, en postura coincidente con la prédica de Glauber Rocha, Julio García Espinosa, Alfredo Guevara…

La obra narrativa de Augusto ha sido publicada en Cuba, si bien este hombre imprescindible de la literatura latinoamericana resulta virtualmente desconocido para la actual generación lectora nacional, a excepción de cenáculos universitarios o aficionados autodidactas a la Literatura. Sería formidable que, por alguna vía, su trabajo pudiese ser apreciado por esa masa desconocedora. América Latina y su historia de luchas, fracasos, victorias, acechanzas, ataques, traiciones, excelsitudes e ignominias es bastante mejor comprensible tras leer Hijo de Hombre y Yo el Supremo.

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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