Asesinato en la frontera

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El dedo de un marine norteamericano, influido por entrenadores y superiores, haló el gatillo y el proyectil le penetró por el cuello al joven guardafronteras Ramón López Peña. Fue el 19 de julio de 1964, pero ni su familia ni los cubanos de buena memoria lo hemos olvidado.

El recio carbonero Andrés López, padre de Ramón, recuerda que cuando su hijo marchó a guardar las fronteras de la Patria, le aconsejó: “No te descuides mijo porque esos marines del lado de allá son capaces de cualquier cosa”. Andrés sabía por qué aconsejaba así al mayor de sus doce vástagos. Recientes provocaciones desde el territorio ilegalmente ocupado a Cuba por Estados Unidos eran un peligro real, como sucede con todas las bases que tiene el imperio por todo el mundo.

Al marcharse de su casa paterna, allá en su Puerto Padre natal, Ramón dejaba atrás también, además de las enseñanzas nobles de una familia cubana campesina, sus días de niñez en la finquita de los abuelos, las zambullidas en el riachuelo, la incorporación voluntaria a las Milicias, la Lucha contra Bandidos en la zona de Manatí con apenas 15 años, sus jornadas de estudio, sus amoríos de juventud. Al morir contaba apenas con 17 años y medio.

Cuando aquel día aciago entró de guardia, el compañero saliente le informó que a las 5:37 de la tarde los soldados yanquis habían lanzado piedras, ofensas y hasta rastrillado sus fusiles como provocación en medio de carcajadas. Al hacerse cargo de la vigilancia, comentó con su compañero: “Me parece que esta noche va a haber problemas”.

Un rato después, pasó visita el segundo jefe del destacamento y el instructor político, quienes alertaron a los soldados del peligro. A las 7:07 de la tarde-noche una ráfaga, desde las coordenadas 43-67 dejó un trazo a los pies de los dos guardafronteras cubanos que corren a su trinchera, como disponen los reglamentos. Un rato después, nuevos proyectiles surcan el aire. Ramón se tambalea y cae. Su compañero Héctor Pupo grita: ¡Han herido a Ramón!… La sangre brota incontenible. El pulso se detiene. No hay respiración. Se sucede un breve silencio entre las alambradas que separan dos mundos diferentes. Luego se escucha el sollozo contenido del compañero digno y de los que van llegando con auxilio. Desde la parte del crimen se escuchan sólo risotadas.

La triste noticia va al hogar. Eunomia, la madre, lleva sus manos a la cabeza, cierra los ojos y siente que muere también. Hay consternación en el país entero. El padre, el recio Andrés, monta en un jeep de las Fuerzas Armadas que lo lleva a Guantánamo.  Siente como si su hacha de monte la llevara clavada en el pecho. Recostada a él va Eunomia. No viste su sencilla ropa campesina: va enfundada en su traje de miliciana.   “Esta es mi ropa para ver a mi hijo”, solloza. Y explica: “No le daré a los asesinos de mi hijo el gusto de ver mis lágrimas”. Durante las honras Vilma Espín no se separó de ella. Ni Raúl. Tampoco Cuba.

El viejo campesino ruega que le dejen ocupar el puesto de su hijo en la trinchera. Le entregan el carnet de la Unión de Jóvenes Comunistas de Ramón. Andrés lo acaricia como si fueran las manos del mayor de sus muchachos.

Años después, Carmen, la hermana que no conoció a Ramón, comentaría: “Yo nací después de su muerte, pero lo recuerdo  todos los días como si me hubiera cargado en sus brazos cuando niña, como si hubiese jugado conmigo, como si me hubiese dado el ejemplo, los consejos y el cariño que le daba a todo el mundo y que hoy sigue dando allá, entre los jóvenes de la Frontera”.

¡Esos son los sentimientos de una familia de revolucionarios! ¡Las familias que crían patriotas en Cuba!

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Andrés García Suárez

Periodista, historiador e investigador cienfueguero. Fue fundador de 5 de Septiembre, donde se desempeñó como subdirector hasta su jubilación.

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