Apuntes críticos sobre los salones de artes visuales

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Escrito por Jorge Luis Urra Maqueira

Las experiencias acumuladas a través de los tiempos constatan que los cuerpos institucionales están obligados a remozar sus estrategias promocionales y los modos en que se diseñan los salones de las artes visuales. Desde la propia convocatoria puede apreciarse una copia sempiterna de normas que no se adaptan a las dinámicas de la modernidad y que, ineludiblemente, traslucen los temores de una escasa participación. A veces creemos sufrir una paramnesia al reconocer las bases de un salón de la década de los 80 vueltos a lanzar como si los años no transcurrieran. Y no solo se trata de las dimensiones o los géneros, sino de flexibilidades como la de permitir que los textos visuales a concurso no sean inéditos y puedan haber sido expuestos con anterioridad (aunque fuere en lo inmediato); lo que a veces conduce a la ausencia de sorpresas; peor, al tedio. Se supone que cada artista tiene doce meses para consumar su proyecto y que los organizadores de los eventos deben dar seguimiento a estos quehaceres y comprometerlos con el espíritu del certamen.

Igual, son impugnables las formas de asumir las premiaciones con aquel desglose de laureles y reconocimientos más propio de los Oscar que de los espacios de confrontación y diálogo, de reconocimiento de los modos de consumar los procesos creativos, y la fraternidad que deseamos para el ascenso del gremio. No han sido pocas las recomendaciones de lucidos críticos, como el finado Rufo Caballero, que subrayaron las ventajas de las becas como un recurso para sortear las retóricas, finalismos y las extenuaciones discursivas; focalizando el éxito desde la práctica curatorial sistematizada no de los efectismos de última hora. ¿Es verdaderamente trascendente los premios monetarios que se ofrecen en estos concursos? Llevemos a la moneda convertible el valor de 5 mil pesos cubanos (por citar un modelo de frecuentes galardones). El resultado es 200 CUC. Piénsese en los bienes que tuvo que invertir el artista para conseguir los soportes, óleos, lienzos, y un largo etcétera. Estoy seguro que la promoción (en los medios de comunicación, exposiciones en galerías respetables) y las oportunidades para introducirse en algún mercado son mucho más seductoras en tanto recompensas de cualquier justa.

Por supuesto, los salones asistidos que propusiera Caballero exigen de curadores entrenados (no formados en cursillos emergentes), que pongan a dialogar las obras (no a intervenirse unas a otras) y las sitúen en el espacio que ellas requieren, no por conveniencias de los autores. Lo cierto es que, predomina la curaduría frontispicia en las muestras colectivas, estructuradas desde la presumida sensibilidad de los comisarios-artistas (los artistas que hacen curadurías sin tener una experiencia metodológica y teórica), que no pueden evitar la coacción de su reservorio cultural, su perfil, en la relación singular entre las obras y los espacios, la jerarquización de sus referentes visuales y los relatos posibles que involucran a más de un concursante.

El éxito de una muestra colectiva reside en el proceso de admisión (que es también un transcurso ético) y requiere de una precisión de  las políticas del salón. ¿Queremos masividad? (el hecho de llenar varios espacios no es análogo al sentido de la calidad). ¿Son salones que procuran tendencias, jerarquizan la experimentación o las conexiones generacionales o temáticas? Muchas veces se pierden los sentidos y es difícil detentar los contrastes de una justa respecto a otra. Por supuesto, que todo proceso de selección es un riesgo, una apuesta, y de un modo u otro resulta injusto o errado. Asimismo, cada jurado es único (para lo cual es recomendable evitar los “nepotismos afectivos”, los entibos personales, que los miembros sean sospechosamente empáticos y existan líderes dominantes que induzcan al resto hacia alguna obra u autor, convidar a personas con experiencia y formación plurívoca, sensibilidad…) y tiene sus propios modos de ver y pensar el arte. Es algo que tienen que asimilar los competidores (se viene a triunfar o a perder) y no es fortuito que cada cual tiene el derecho de asumir o no las bases. Desde mi percepción y la de muchos otros, por citar dos casos del XIII Salón Mateo Torriente, no debió pasarse por alto la obra de Vladimir Rodríguez, de las más ambiciosas, de mayor rigor técnico y riqueza polisémica; o la de Alexander Cárdenas (recibió mención), que sorprende por la limpieza de sus colografías e imaginería posmoderna.   Empero, cada jurado es una isla. Finalmente, no debemos omitir (si se trata de refrendar al artista) que hay que organizar el ritual de las premiaciones; para lo cual se diseña la “ceremonia” (presentadores con buena dicción y garantía comunicativa, variedad musical, bufete o brindis, entre otros), con los subrayados pertinentes para que se legitime bien a los laureados y los públicos aprecien los aportes del suceso.

El autor es crítico de arte.

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5 de Septiembre

El periódico de Cienfuegos. Fundado en 1980 y en la red desde Junio de 1998.

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