Agustín de Santa Cruz y Castilla: Un artista en la Fernandina de Jagua

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Parece ser que Agustín de Santa Cruz y Castilla, bautizado en la Parroquia de Santo Ángel, el 17 de mayo de 1784, era un apasionado del dibujo, fundamentalmente de la acuarela, buen observador de la naturaleza, cuya vocación le incita en 1831 a esbozar el escudo de la ciudad. Empero, las duras faenas del ingenio depararon poco espacio para la creación artística, en particular después del arribo del Teniente Coronel Luís Juan Declouet y los colonos que trae consigo. Ha de insistirse en la trascendencia que tiene el aristócrata criollo, a quien se debe la propuesta de asentamiento de los fundadores en sus tierras; una de las razones que le signan como el institutor moral de la Fernandina¹.

Debe reconsiderarse este enunciado si nos atenemos a la participación de Santa Cruz en el proceso que conduce al nacimiento de la villa: él es quien sugiere el sitio donde se levanta el poblado (ofrece 100 caballerías del hato de Caunao que contemplan la Península de Majagua), y el autor de uno de los símbolos locales, cuyos ideales antimetropolitanos fueron heredados por su nieto, Tomás Sánchez y Santa Cruz, quien entregara su vida a la causa independentista, y el biznieto, Leopoldo Díaz de Villegas, fusilado en la Playa de Marsillán en 1871.

El peso de la solitud y la ilusión de que le fuese otorgado el nombramiento de Coronel de Milicias de la Jurisdicción Militar y el título de Conde de Santa Cruz de Cumanayagua incide en esta actitud de entrega al proyecto de expansión de la población blanca, dictado por Fernando VII el 21 de octubre de 1817, una vez acontecida la Revolución de Haití. El ingenio Nuestra Señora de la Candelaria deja de moler un largo período para auxiliar a los colonos a raíz de la epidemia de fiebre amarilla que azota a la Fernandina de Jagua poco después de fundada, el 22 de abril de 1819; sirviendo por espacio de un año con sus esclavos, bueyes y carretas. Lamentablemente, el antagonismo del tozudo y enérgico Declouet ocasiona numerosos sinsabores al pintor aficionado y experto en temas sobre heráldica.

Retrato de Agustín de Santa Cruz concebido por Vicente Escobar en 1827.

Mucho se ha especulado sobre su altruismo; pero no puede ser fortuito el respeto  que gana entre los pobladores, quienes le estiman como un hombre sensible, generoso, el “verdadero padre y protector de los colonos”. En el caso de que esta filantropía resultara forzada, es un hecho que aporta tanto más de lo que otros ofrecieron y aun así el gobierno le niega el título de Castilla; siquiera le paga sus terrenos. El rechazo a entregar nuevas posesiones a la jefatura y reclamos luego del “violento despojo” que le habían hecho de 70 caballerías de tierra y de los sucesos del tenducho La Casa de la Ceiba (donde laboraba un buhonero y protegido suyo; sin la gracia del Fundador), le gana el desafecto del “Tirano de Jagua”, quien le señala como enemigo público, el “Aristócrata”, el “Jefe de los Monsieritos”, la “Cabeza de los Letreros y Proyectistas”. Por tal razón tiene que exiliarse intermitentemente en Trinidad y esperar mejores tiempos.

Que Santa Cruz tiene sus talentos para el diseño es una verdad que elocuencia la obra del escudo, eficazmente sobria y atenida a los principios del diseño. No puede exigírsele mayores riesgos. Es cierto que los olivos (símbolo de la riqueza, paz y fecundidad) y la corona son entidades españolas, pero lo es igual que la majagua y la batería le encausan hacia el criollismo y consolidan ciertos tropos que serán renovados con la marcha de los años. Del mismo modo, se ha comentado acerca de sus aptitudes para la caricatura; más, son puras sospechas. El hijo de Juan de Santa Cruz y Morejón y de Pilar García nunca llegó a disfrutar la noticia de la aprobación de su escudo en julio de 1848, pues la muerte le sorprende prematuramente. A juzgar por sus incursiones en el ramo, el también propietario del ingenio El Amparo, logra blasonar las armerías acudiendo a las reglas de la ciencia heráldica, a su lenguaje técnico, básicamente para la representación del escudo, que es el elemento vital de los blasones. Debió estar consciente de que estos traslucen la caracterización de la sociedad y el ordenamiento en: nobleza, categorías, mandatos y tradiciones.

El escudo que diseña para Cienfuegos se ampara en tales exigencias, adopta las reglas usuales, es específico y breve o poco cargado; o sea, se concentra en el tema de la colectividad (Los habitantes de la villa son el Titular) y el tejido de vínculos y de derechos sociales (a lo que contribuye  la frase: Fides, Labor et Union). El uso del color es de naturaleza mínimal, los textos abreviados, cómodamente  legibles, y se procura cierta identidad en la enunciación de los rasgos característicos. En este caso hay una entremezcla de reglas codificadas para la configuración del patronímico (la Jagua próspera) y la distinción honorífica o aumentación; en otra anchura el agregado de la Batería Nuestra Señora de los Ángeles de Jagua como emblema o figura del sitio y del árbol granado de jagua en calidad de símbolo.

Santa Cruz padeció todas las veces que le fueron usurpados, aún en contra de los mandatos superiores, sus privilegios sobre la finca Feliz Casualidad, los terrenos de Nuestra Señora de la Candelaria (que en 1825 resultaron transferidos sin su autorización), los del sitio El Itabo, el tejar y los solares que poseía en la península Demajagua, entre otros tantos improperios.

Hacia 1827 viaja a la capital y encomienda la realización de un retrato que cuelga en la sala de su morada. Debido a la ausencia de pintores calificados y las referencias de sus amigos acude a Vicente Escobar y Flores (La Habana, 5 de abril de 1762-8 de abril de 1834), el artista más azaroso de la época, quien recién había adoptado el título de Pintor de la Real Cámara. En su valioso texto Apuntes sobre la pintura y el grabado en Cuba Jorge Rigol asevera que “Escobar será amigo y pintor de capitanes generales, tendrá clientela encumbrada, pasará -si pasó- por la madrileña Academia de San Fernando, será nombrado Pintor de Cámara de su Majestad y casará con blanca. Pero no figurará entre los profesores de San Alejandro”². Mañach afirma que “aquel benemérito artesano no pasó de ser una elemental vocación amanerada en las recetas de frialdad y rigidez protocolar con la que se confeccionaban las efigies oficiosas en la misma España decadente, antes del estremecimiento pasional que trajo Goya” ³. Es cierto que le faltaba no poco genio creativo, pero la historia constata que poseía algún encanto, pues llega a ser calificado como el primer retratista de su género y el originario que tuvo taller en la isla.

Su estatus de negro, aunque gracias a la Real Cédula de Aranjuez de 10 de febrero de 1795 pudo blanquear la piel, fue la razón esencial por la que no logra aquellas aspiraciones. Empero, no es la única. Ciertamente, el artista padece de algunos defectos en el tratamiento de la anatomía humana, aunque al decir de José Manuel Mestre los retratos se parecen un poco a los originales. Santa Cruz debió pasar por alto cualquier prejuicio racista para adquirir la efigie; una de las pocas obras concebidas por un cubano para un noble cienfueguero. El resultado salta a la vista: la figura del cliente atesora toda la atención. No existen elementos en su entorno que distraigan al espectador.

En otro rubro, tampoco se elocuencia alguna voluntad por asumir el color y la luz local, siquiera algún enfoque más personal del retrato. El tufo de la escuela europea lo desborda todo, quedando “a medio camino entre el primitivismo y lo académico” (Rigol, 1982). Obsérvese ciertos descuidos en la he-chura de las manos, que debe esconder para ocultar sus limitaciones técnicas. Si algo debemos elogiar es, sin dudas, la vitalidad psicológica del rostro, aquella mirada desplaciente y entre sonrisa que nos revela a un hombre sagaz y en la plenitud de la vida. ¿Fue consumado este encargo en la hacienda de Santa Cruz? No lo sabemos; si bien una obra de esta naturaleza exige muchas horas de exposición, aunque se dice que Escobar tenía una memoria prodigiosa. Para lograrlo seguramente aprovecha las frecuentes visitas del noble criollo a sus familiares en la capital.

Curiosamente, a instancias de las celebraciones por el Centenario de Cienfuegos (1919), se solicita a un artista local la efigie de Santa Cruz, para lo cual se utiliza como referente el retrato de Escobar. No sabemos si de manera intencionada se procedió a una representación más juvenil del benefactor; pero lo cierto es que esta otra versión es más humana (menos hierática), aunque muestra un bajo trazado psicológico. Sólo el vestuario  tienen en común y los vuelos del peinado. Lo mejor de nuestro primer pintor cubano de importancia no pudo ser redimido por el copista. En cambio, conserva de éste los contornos duros, el dibujo casi sin energía y la figura claramente visible entre los claro-oscuros. Esta imagen fue lanzada en la imprescindible Memoria descriptiva, histórica y biográfica de Cienfuegos del dueto Rousseau Urra y Díaz de Villegas (El Siglo, La Habana, 1926) y acaso re-memora los signos de un autodidacta e irregular pintor pinareño llamado Miguel Lamoglia (1878-1952), quien fuera muy estimado en la primera mitad del siglo XX por su sensibilidad como retratista. Lastimosamente, este ha sido el gran útero de otras tantas y detestables versiones que aparecieron en revistas y diarios locales. Por caso, en la edición extraordinaria de la revista Avance de abril de 1955 emerge un maltrecho dibujo que recicla el espíritu de la del centenario; probablemente concebido por algún autodidacta. No conocemos quién, aunque el más frecuente colaborador y diseñador de la publicación es el pintor sureño Benjamín Duarte, quien asume por lo general las caricaturas que enriquecen los artículos.

El 12 de noviembre de 1841 Santa Cruz es enterrado en el Cementerio de Reina, en una bóveda con tapas de mármol, próxima a la capilla. Cuentan que hubo una verdadera declaración de cariño y respeto por parte de los sureños, quienes guardaron luto por más de quince días, privándose del alumbrado de la sala, de acudir a algún paseo o evento  recreativo,  y aferrados a la tradición de dejar las puertas entreabiertas.

NOTA: Este artículo es un extracto del libro inédito Memorandas de una historia sumergida. Las Artes Visuales en Cienfuegos (Tomo I, 2019), del propio autor. 



[1] También merecen atención los méritos que en este orden fundacional tiene José María Cienfuegos, real-mente escamoteados por los investigadores. ¿Tal vez con el propósito de subrayar el origen francés de Cienfuegos?. Recomendamos el texto Memorias del Artillero José María Cienfuegos Jovellanos 1763-1825 de Francisco de Borja Cienfuegos-Jovellanos y González-Coto, lanzado en el 2004 por la Fundación Foro Jovellanos del Principado de Asturias, Gijón.

[2] Jorge Rigol (1982, p. 75), Apuntes sobre la pintura y el grabado en Cuba, Editorial Letras Cubanas, Ciudad de La Habana. Otra mirada puede encontrarse en la reseña Vicente Escobar, de Domingo Rosain (1875, p.p. 241-242), que aparece en el texto Necrópolis de La Habana, Imprenta El Trabajo, Amistad No 100.

[3] Jorge Mañach (1928, p. 228), La pintura en Cuba,La Bellas Artes en Cuba, de José Manuel Carbonell y Rivero, Imprenta El Siglo XX, La Habana, Rep. del Brasil, 27.

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Jorge Luis Urra Maqueira

Crítico de arte. Miembro de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC).

Un Comentario en “Agustín de Santa Cruz y Castilla: Un artista en la Fernandina de Jagua

  • el 30 noviembre, 2020 a las 8:43 pm
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    Saludos Jorge Luis. He descubierto su artículo sobre Santa Cruz, y quiero decirle primeramente que le agradezco que haya arrojado luz sobre esta figura de nuestra historia local. Considero como un acto de clara injusticia con la identidad cienfueguera, haber relegado del lugar cimero que esta personalidad ocuparía entre los benefactores de Cienfuegos, y pienso que gran influencia han tenido las valoraciones prejuiciadas y parcializadas negativas a Agustín de los más renombrados cronistas e historiadores que han publicado trabajos sobre Cienfuegos. Tan es así, que descollen siempre los halagos al promotor fundacional Luis D’Clouet, de quien siempre se han minimizado sus bajezas.
    Nosotros los cienfuegueros deberíamos repensar algunos episodios de nuestra historia, y en consecuencia rectificar posturas que tradicionalmente se han establecido, como ignorar figuras valerosas, y ensalzar a otras de atributos morales nada ejemplares como el propio D’Clouet y Tomás Terry. De este último me sorprende que en aquellos convulsos años de los 60, nunca se le “tocó”, cuando a otros, comparativamente más benévolos, se les retiró de bustos en plazas públicas, ¿será acaso el efecto de la llamada cienfuegueridad?
    Quisiera aprovechar para preguntarle su consideración sobre la autoría de una caricatura adversa a D’Clouet, diseminada en la villa, curiosamente precedentes desde Trinidad en 1833. Siempre he creído que fueran de la autoría de Santa Cruz (consulte en este enlace: http://pares.mcu.es/ParesBusquedas20/catalogo/description/22466?nm )
    Muchas gracias
    Harlem

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