Action movie que traiciona al original

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La codificación ínsita del género de acción, su dependencia al objetivo comercial y su consiguiente proclividad a la iteración de coordenadas temáticas no propende a la sumatoria habitual de títulos factibles de ponderar; menos son los dignos de contemplar en las antologías.

Dentro de dispositivos cerrados, donde existen reglas de construcción cuasi inviolables y esquemas de relato igual de inalterables, producir cualquier action movie de cierta personalidad narrativa (no tanto formal, campo donde suele innovarse más por conducto de florituras estilísticas sin mucho peso más allá de su función de aderezo para la vista, salvo excepciones) deviene hecho singular que los amantes del cine celebramos.

A lo largo de los veinte años más próximos, el firmante cuenta entre su lista personal ciertos gozos, no “placeres culpables” justamente, verificables en las comarcas de la acción occidental, fuera estos de los universos de las sagas Mission: Imposible, Bourne o la franquicia Bond de la etapa high-tech.

Se trata de solitarias películas, aparecidas de forma distante, sin mucha relación entre ellas, como Contracara (John Woo, 1997), Venganza (Pierre Morel, 2008), De París con amor (Pierre Morel, 2010) -estas dos sí comparten el nexo de ser aupadas por la factoría Europa, cuyo propietario es el director y productor francés Luc Besson- y John Wick (Chad Stahelski y David Leitch, 2014), largometraje que casi nadie vio ni aquí ni en ninguna parte, porque no tuvo estreno comercial en varias naciones, en tanto pasó directamente a video o televisión.
La anterior decisión de esfumarlo de la pantalla grande, la cual no comprendo ni interesa hacerlo, no se correspondía con la calidad de una joyita del género. Stahelski y Leitch- de forma previa dobles de riesgo o asistentes para cintas de acción -, sorprendían sobremanera merced a una atractiva pieza de look setentero que reivindicaba la mística del género, disfrutable por el mecanismo de relojería activado en un relato de suma precisión, expresado en su paradigmático sentido del ritmo cinematográfico y a través de opciones de montaje tendentes a favorecer la perspectiva coreográfica de las numerosas escenas de acción, en tanto parte de un continuum narrativo del cual formaban parte y no se yuxtaponían robóticamente. Lo anterior, aunque pueda parecer sencillo, constituye una de las metas más difíciles de sortear del género.

Visualmente cautivadora, el John Wick original -en cuyos fotogramas asomaban los queribles fantasmas de Hill/Melville/Peckinpah y los trazos del John Woo de Hard Target y el Park Chang-wook de la Trilogía de la venganza-, también arrobaba en virtud de la elegancia y los tonos gris azulados de la fotografía (canibalizada este año por Atómica, al servicio de Charlize Theron). Y posibilitó el regreso a primera división comercial de un actor venido a menos como el canadiense Keanu Reves, el rostro del tríptico The Matrix, el actor de Speed u otras películas que -en sus respectivas áreas- marcaron puntos de inflexión, quien se había ido por el caño de la mediocridad. Y hoy día sigue perdido en sus aguas: Knock, Knock, junto a la cubana Ana de Armas, lo ejemplifica.

El robo de su Ford Mustang y la eliminación del perro que le había regalado su fallecida esposa resultó el mechero que pondría a reverberar al asesino a sueldo John Wick durante la primera entrega. El can fue eliminado por unos mafiosos, a los cuales el antihéroe trágico despacharía one by one en su incontrolable espiral de venganza.

En realidad, Keanu no dejó a nadie por matar en el filme original; de manera que la secuela era innecesaria. Pero procedió -infiero- porque el John Wick de 2014, sin ser éxito de ventas debido al modelo de distribución antes referido, sí atrajo progresivamente a muchos cinéfilos del mundo, quienes expandieron el rumor por vía de las redes sociales, foros y otros mecanismos de la comunicación virtual, hasta convertirlo en una suerte de experiencia de culto.  Y los filones, del tipo que fueren, no se desprecian nunca en Hollywood.

John Wick, pacto de sangre (John Wick: Chapter 2, Chad Stahelski, 2017), intenta ir por los mismos fueros del filme precedente, aunque apartándose a la vez. Y tales ambivalencias se pagan caras.

Este capítulo dos es correcto, el ensamblaje de las secuencias de acción no desluce la mejor parcela del género (los actos del salón de espejos y las escaleras mecánicas: bestialmente buenos).  Hay mucho más dinero y se nota en cada uno de los apartados, sobre todo en el rutilante diseño de producción.

Sin embargo, se perdió el embrujo de lo intempestivo, la magia de la sorpresa, puesto que aquí ya mucho opera con arreglo a las predecibles fórmulas de los grandes blockbusters hollywoodinos.

En su segunda entrega Stahelski (esta vez solo, sin Leitch) confunde el no-argumento (no existe) con excusa de continuidad, al tiempo que permuta parte de la fisicidad de la pantalla de artes marciales hongkoneana -a la cual también reverenciaba el original- por la digitalidad corriente; drama por caricatura y la pregnancia de la acción cinematográfica pura por estética sobrecargada de comic y videojuego, a la usanza actual.

No contento con su (auto) traición, el señor nos invita abiertamente a una tercera parte, anunciada en el propio cuerpo de la segunda y previsto su estreno oficial para mayo de 2019.

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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