Abuelo cuenta de Jagua (VI)

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La batalla contra Pánfilo de Narváez se hizo más encarnizada: alguno que otro quiso refugiarse en la espesura, pero era presa fácil de las flechas, al enredarse con la infranqueable vegetación. Los que caminaban al final de la hilera y el resto de la escolta reaccionaron moviéndose hacia atrás, y fuera del alcance de tales proyectiles; dispararon la primera carga de sus arcabuces a ciegas hacia las copas de los árboles y lograron herir a dos indios en los brazos.

José bajó, se hizo seguir por tres vecinos, corrieron a parapetarse, pistolete en mano, detrás de las cureñas descarriadas. Uno de los soldados que yacía herido de flecha, lo alcanzó con un disparo en el hombro; el invasor acabó de morir golpeado en la cabeza por una certera roca. José sintió el escozor del balazo cuando desenganchó los caballos y orientó ligeramente la punta del cañón hacia el lado enemigo. Aprovechaba la ventaja de que ellos no podrían maniobrar, impedidos por la maleza, para girar en redondo sus corceles y los tres cañones restantes. Sin detenerse a mirar la profundidad de su herida, se volteó amenazante hacia la menguada tropa de Narváez. Este salió para resguardarse detrás de su carruaje y ante tan lastimosa escena, cobarde e impotente, le gritó:

– ¡Malnacido, mirad tu obra, vais contra los vuestros; el rey no perdonará tal alevosía—. Se movían de nuevo hacia las piezas artilleras, pero quedaron paralizados cuando vieron que José había encendido un leño junto al cañón que los apuntaba.

– ¡Escuchad! El rey sabe todo lo que ocurre aquí. Cada velero lleva correspondencia nuestra al venerado Padre de las Casas. Él se ha encargado de informar bien de nuestra fama y la vuestra. Ahora os doy la oportunidad para que recojáis vuestros heridos y occisos. Si intentáis repetir vuestra osadía, caeréis en tales emboscadas y trampas de las que jamás saldréis—. Todos miraron temerosos hacia los árboles. La primera andanada había causado un efecto demoledor. Montaron los cuerpos como pudieron sobre cureñas y embalajes con ruedas y se retiraron lentamente, sin atreverse a reclamar las tres cureñas con caballos y sendos cañones que quedaron del lado de José; con él, algunos montaron sobre las bestias que tiraban de los cañones cual si fueran, en conjunto, un trofeo de guerra; así marcharon victoriosos a contar la inusual hazaña a todos los que esperaban en Tureira.

– ¡Ya verán estos jagüeros cuando regrese de la Florida!—, decía Pánfilo, tuerto y adelantado gobernador de esa península, algo que no pudo cumplir nunca, porque antes naufragó frente al delta del Misisipi en 1528.

En una tarde de sol dorado y cielo malva frente a la bahía, José Díaz observaba lo bien que había cicatrizado la herida en su hombro; elogiaba el extracto macerado de plantas creado por el encanecido behíque. Estaban varias familias en el amplio portal del bohío de Lope; desde allí podían ver a los niños jugar felices en la orilla. El gallego narraba con risas el último engaño usado contra Narváez y su gente. Aquellos cobardes, en la confusión, no se dieron cuenta que el cañón que los apuntaba todavía no tenía ni bala ni pólvora, que ningún velero ha llevado correspondencia nuestra. Pero lo peor de todo es que podrían habernos cazado como jutías en las ramas, pues ya habíamos agotado todo el arsenal en la primera descarga. ¡Ja, ja, ja!

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