Abuelo cuenta de Jagua (V)

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Antes de la tarde, José pensó muy bien las posibles tácticas del eventual enemigo, sabía que no arriesgaría por nada sus naves e intentaría sorprenderlos por tierra. Entonces, luego de explicar la situación, acordó la necesidad de trasladarse lo más rápido posible hacia las inmediaciones de Cumanayagua con todas las lanzas, arcos y flechas que tuvieran a mano. La pintura de guerra solo debía ser verde y marrón para confundirse entre los árboles. Los más certeros arqueros ocuparían posiciones cómodas sobre árboles y a prudente distancia.

Los esperarían en las zonas más boscosas de los senderos, por donde pretenderían pasar con los temibles cañones. Jamás pensarían en una sorpresa desde arriba, adonde los pesados cilindros no apuntan y casi no ven los enemigos para disparar sus arcabuces. Todo se prepararía antes del amanecer. En el único y posible sendero boscoso que los conduciría a Tureira, construyeron en silencio improvisadas plataformas y elevaron todas las piedras y armas que les permitió la noche. José estaba convencido de que el fracasado Narváez desistiría con un poco de resistencia; tenía una maltrecha y vulnerable tropa.

Con los claros del día y las lejanas voces enemigas, José divisaba ya en su catalejo el avance de seis cañones, con dotación de ocho hombres cada uno, tirados por tres caballos en sendas cureñas, y cuatro mulos halaban las carretas con embalajes de las balas y la pólvora. Al final de todo se veía un coche escoltado por jinetes armados, donde supuestamente vendría el tuerto jefe de la operación. Díaz hizo la convenida señal de listos, que se fue transmitiendo de árbol en árbol hasta que estuvieran justamente sorprendidos debajo de su rudimentaria y original artillería.

Los soldados, animados por la agradable brisa mañanera, conversaban confiados sobre lo fácil que sería llegar a la pacífica y distante costa; planeaban repartirse las indias más jóvenes, tal como les había prometido su jefe. Todo sería un paseo. Siempre andaban con mucha tranquilidad desde Arimao hasta Juraguá.

José dejaba que toda la hilera de artillería pasara en línea por el angosto sendero hasta el momento oportuno. Los copudos árboles a ambos lados descargarían el cronometrado golpe al disparo del gallego. Así lo hizo justo cuando apuntó y derribó a uno de los jinetes de la escolta. De inmediato la lluvia de piedras, lanzas y flechas en la primera andanada provocó un incalculable número de bajas. Las tres primeras cureñas se distanciaron del resto, porque los caballos se desbocaron sin control y quedaron fuera del alcance de sus dotaciones. En el suelo yacían hombres heridos o inconscientes, flechados por disímiles partes. Algunos agonizaban atravesados por lanzas en la espalda o el cuello. Con tal sorpresa, el grupo de Narváez quedó aterrorizado y desmoralizado.

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