95 años del cementerio Tomás Acea: Modernidad imperecedera

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Mucho antes de que una nueva necrópolis para Cienfuegos tomara forma de proyecto, sus ejecutores ya tenían una idea bastante firme de cómo sería el futuro cementerio Tomás Acea.

Al menos así se deduce de un artículo publicado por quien después fuera el autor del plan general y jefe de la obra, el agrimensor y tasador de tierras Luis Felipe Ros, en la revista local Páginas, en enero de 1922, un año antes del inicio de la construcción del camposanto.

Los argumentos expuestos por Ros en esa publicación, tomaban como referencia un texto de obligada consulta por esa época en cuanto a las modernas concepciones de la arquitectura cementerial: Modern Park Cemeteries (Cementerios de parque moderno), de H. Everts Weed.

Ese arquitecto paisajista norteamericano conceptualizó en su libro las manifestaciones de una tendencia que ya se venía popularizando en los Estados Unidos y Europa desde mediados del siglo XIX y que preconizaba un tipo de cementerio rural o jardín, ajeno al hacinamiento y a las preocupaciones de salud de sus similares urbanos.

“La simplicidad constituye la característica esencial del cementerio del parque moderno —teorizaba Weed—  porque en la simplicidad reside la belleza y la economía”.

En correspondencia con ese principio, este arquitecto recomendaba, entre otras sugerencias, establecer la necrópolis en las afueras de la ciudad, a una distancia prudencial: ni muy cerca de los barrios urbanos, ni tan lejos que hiciera costosas y difíciles las comunicaciones.

Según aquellos cánones, se evitaría además, la línea recta en el trazado de sus calzadas interiores, las que deberían extenderse en suaves curvas para que pudieran ofrecer a la vista un nuevo paisaje, serpenteando en las cotas más elevadas del terreno.

Con carácter casi imprescindible señalaba la necesidad de fomentar hermosos jardines a la entrada, cerca de los edificios, para que fuera grata la primera impresión de los visitantes. Y alrededor de los mausoleos, plantar un fino césped.

Árboles y arbustos ornamentales bien distribuidos completaban ese propósito. “Un cementerio sin hierba verde en abundancia, es un lugar desolado”, aseveraba Weed.

En la entrada se construirían los edificios necesarios, que no tendrían que ser lujosos pero sí sólidos, y deberían obedecer a un orden arquitectónico tal, que presentaran un aspecto de elegancia y belleza, con la exigencia adicional de que la calzada de entrada pasara por un lugar techado, para que los acompañantes de un entierro pudieran resguardarse de la lluvia.

El agrimensor Luis Felipe Ros, superintendente de las obras del cementerio, en plena faena. Octubre de 1925 (Archivo personal del arquitecto Aníbal Barrera Barcia)

Entusiasta de las ideas de Weed, el cienfueguero Ros lo secundaba en el citado artículo de la revista Páginas con sus propios argumentos: “Si las ciudades de los vivos se embellecen… las de los muertos deben también embellecerse, no para recreo de los muertos, pero sí de los vivos que allí acuden a cumplir con los deberes póstumos para con los amigos y a contemplar el lugar de reposo de los seres queridos…”

Al también nombrado superintendente de la construcción se le había hecho, además, el encargo previo de buscar el terreno necesario y el que mejores condiciones reuniera para la ejecución del proyecto.

Era muy probable que para entonces ya Ros tuviera prevista la localización del futuro cementerio, al definir los terrenos más apropiados para una institución de ese tipo como aquellos permeables al agua y al aire, donde pudieran cavarse fácilmente las fosas. En su criterio, los terrenos con subsuelo arcilloso arenoso o cascajoso eran los mejores “… y precisamente en los alrededores de esta ciudad hay bastante de esta clase”, aseguraba.

Para este experimentado conocedor de su oficio, tan inapropiados eran los terrenos llanos, por ser de difícil desagüe y no  prestarse a los buenos efectos panorámicos por su uniformidad, como los montañosos o muy quebrados: los ligeramente ondulados eran los mejores.

Ros no desperdiciaba ningún espacio editorial para difundir sus ideas y convencer sobre la conveniencia de aplicarlas.

En la Revista de la Sociedad Cubana de Ingenieros, ya avanzada la construcción de la obra, el agrimensor cienfueguero analizaba otros aspectos como los relacionados con las avenidas interiores de la necrópolis, que siguiendo las ondulaciones naturales del terreno, facilitaban además “…la llegada a los lugares de enterramiento de los carros fúnebres y vehículos que conducen a los acompañantes, así como a los demás visitantes, acortando lo más posible la distancia que deben ser conducido a brazos los féretros”.

En esa misma publicación, Ros también explicaba al detalle cómo a ambos lados de esas avenidas se habían sembrado 600 árboles ornamentales de catorce variedades diferentes, algunas del país y otras exóticas. “Todos estos arbolitos están en la actualidad hermosísimos y les dan a las avenidas un aspecto encantador”, concluía, entusiasmado como un niño.

Hoy asombra constatar cuán consecuente resultó ser nuestro “Tomás Acea” con todas aquellas ideas promovidas entonces como ideal de modernidad para la construcción de un cementerio.

ÚNICO DE SU TIPO EN CUBA

Las obras de la nueva necrópolis de Cienfuegos, hoy por hoy el único cementerio jardín de Cuba, se iniciaron el primer día de 1923, tras casi un lustro de litigios y conflictos legales entre albaceas y familiares de la también fallecida viuda del benefactor Nicolas Acea y de los Ríos, quienes al fin se pusieron de acuerdo para destinar 200 mil pesos para aquella obra, que llevaría el nombre de Tomás, único hijo de la pareja prematuramente desaparecido a los 17 años de edad.

Varios lotes ubicados a unos tres kilómetros al este de la ciudad, en el camino que conducía al barrio de El Junco, resultaron el lugar más adecuado para materializar el proyecto.

La superficie seleccionada equivalía a la tercera parte del área que ocupaba entonces el capitalino cementerio de Colón y bastaba para dar cabida a los decesos que ocurrieran en Cienfuegos durante un tiempo lo suficientemente largo como para considerar que el cementerio “…sería suficiente para una población de 150 000 habitantes”, según se exponía en un folleto editado por la Fundación Benéfica Cementerio Tomás Acea.

La propia publicación estimaba que “…teniendo en cuenta la renovación de las sepulturas a un promedio de diez años, está resuelto el problema de los enterramientos para más de cien años, suponiendo que la ciudad duplicara su población en ese tiempo.”

Curioso resulta lo acertado de ese cálculo, si se tiene en cuenta que en esa época la población de la ciudad de Cienfuegos y de sus barrios aledaños rondaba los 50 mil habitantes y que hoy, al cabo de casi un siglo de aquel cómputo, la capacidad de inhumaciones estimada entonces se ha acercado con bastante exactitud al número actual de habitantes de la urbe: una evidencia más de la proyección visionaria del proyecto.

La topografía del terreno, ondulado y de fácil desagüe natural, se aprovechó para dividirlo en secciones de diferentes tamaños y figuras, comunicadas por medio de vías pavimentadas y arboladas.

De acuerdo con las modernas ideas entonces en boga sobre este tipo de construcciones, el “Tomás Acea” se concibió definitivamente como un parque, con sus avenidas, árboles ornamentales y jardines, además de una artística verja de entrada hecha de hierro y bronce.

Las normas de sanidad estipulaban entonces una altura de dos metros para el kilómetro y medio de cercas que rodeaba la instalación, 100 metros de las cuales correspondían a verjas de hierro con gruesos pilares de hormigón.

Pero sin dudas, lo más espectacular de ese proyecto fue el edificio de la administración, concebido por el destacado proyectista cienfueguero Pablo Donato Carbonell, que además de fungir como portada monumental, acogía los locales necesarios para los distintos requerimientos de una institución de esa índole.

En una estructura de tres naves unidas, la principal hacía de solemne entrada a las áreas de inhumación, mientras que las dos laterales contenían las oficinas del patronato y de la administración; un salón para el público, una sala para los médicos forenses y otra para autopsias; ropero, servicios sanitarios y cuarto para útiles, entre otras dependencias.

Toda la edificación se rodeó de pórticos sustentados por sesenta y cuatro columnas, de siete metros de alto cada una. La elevación total del edificio alcanzó casi 16 metros: toda una obra de envergadura para su época.

La nueva necrópolis de Cienfuegos se concluyó el 26 de junio de 1926, y cinco meses después, el 21 de noviembre, la ciudad pudo disponer al fin no solo del moderno cementerio que merecía, sino de una obra monumental que 95 años después de inaugurada inspira todavía admiración.

Artículo publicado por Luis F. Ros en la revista Páginas, en enero de 1922.

Bibliografía consultada:

Fundación Benéfica Cementerio Tomás Acea, Febrero 1927, Talleres La Correspondencia.

Revista de la Sociedad Cubana de Ingenieros, Enero-Febrero 1926, Num.1, Vol. XVIII,  pags. 1 – 6.

Revista Páginas, Enero 1922, Vol.1, Num.2. Cienfuegos.

Weed, Howard Evarts, Modern Park Cemeteries, Chicago, 1912.

*Premio Nacional de Periodismo José Martí.

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Omar George Carpi

Periodista del Telecentro Perlavisión.

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