A los 60 años del Icaic: El cine, otra conquista de la Revolución cubana

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El triunfo de la Revolución Cubana, en 1959, supuso un terremoto social; pero también artístico, en nuestro país. Los desgobiernos seudorrepublicanos de turno, corruptos, proimperialistas e insensibles a los posibles reclamos estéticos de un pueblo que, entonces, solo tenía focalizado el acceso a la cultura en sus estratos pudientes, jamás se interesaron por cultivar el espíritu y la educación artística de las diversas clases sociales.

El torbellino maravilloso del nuevo proceso social cambió las reglas del juego y permitió que los cubanos se educaran e instruyeran. En dicho camino constituía premisa obligatoria conocer las distintas manifestaciones del arte y para concretarlas resultaba necesaria la creación de entes o instituciones que respaldaran sus proyectos, financiación y líneas de desarrollo.

A través de la fundación del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC) bajo la dirección de Alfredo Guevara, surge en el mismo 1959 la posibilidad de crear en Cuba un cine entendido como el más poderoso y sugestivo medio de expresión artística, y el más directo y extendido vehículo de educación y de amplificación de las ideas.

Gracias al ICAIC, con mucha fuerza despegaron, prácticamente al unísono, el cine documental y el de ficción. Fue esa década inicial de los 60 un escenario especial, tanto en lo cualitativo como en lo productivo, para la naciente pantalla revolucionaria.

El cine nacional del decenio conoció el despertar creativo (y el mejor momento autoral de ambas carreras) de dos extraordinarios maestros del séptimo arte, no solo a escala patria sino además universal, como Humberto Solás y Tomás Gutiérrez Alea, quienes en la década germinaron piezas inmarcesibles e inigualables como Lucía y Memorias del subdesarrollo.

Estrenados Lucía y Memorias… ambos en 1968, son dos clásicos de la filmografía latinoamericana que siempre han estado, y estarán presentes, en las listas, selecciones e historias del cine publicadas hasta el momento o a publicarse en un plazo futuro.

Surgen también en este período irrepetible de los años 60 piezas de ficción, igualmente inolvidables, a la manera de La muerte de un burócrata, comedia de Tomás Gutiérrez Alea, de 1966, considerada por este autor como una de las diez mejores de su género en la historia del cine universal y primera indiscutible en Cuba. Y además, salen a la palestra exponentes significativos de la guisa de Las doce sillas, del propio director; Aventuras de Juan Quinquín, de Julio García Espinosa y La primera carga al machete, dirigida por Manuel Octavio Gómez, por citar algunos de los títulos más recordados.

Un maestro del cine documental como Santiago Álvarez comienza su andadura en la década de los 60, en un género donde también pisan fuerte José Massip, Jorge Fraga, Sara Gómez, Octavio Cortázar, Nicolás Guillén Landrián, Oscar Valdés y Eduardo Manet, entre otros.

Durante la próxima década, la de los 70 del pasado siglo XX, el cine cubano no fue tan ecléctico en lo temático como en el decenio precedente, y los argumentos, en gran medida, se abocaron al tema histórico.

El realizador Sergio Giral tiene el mérito, ahora, de realizar una trilogía sobre la presencia definitoria del componente afrocubano en la historia de Cuba, compuesta por los filmes Maluala, El otro Francisco y El rancheador.

Sara Gómez entrega, en 1974, uno de los momentos cinematográficos culminantes de los ’70, mediante ese estudio antropológico-social denominado De cierta manera.

Un año antes, su colega Manuel Pérez había puesto a consideración de los receptores de Cuba y del mundo su El hombre de Maisinicú, pieza de fortísima connotación ideológica y esmerada factura, ambientada en los días de la Lucha Contra Bandidos, en el Escambray.

Irrumpe en la etapa una de las películas más taquilleras de todos los tiempos en Cuba: El brigadista, dirigida por Octavio Cortázar en 1977 e inspirada en la campaña de alfabetización. Dos años más tarde, Tomás Gutiérrez Alea estrena una cinta que no posee la dimensión artística de sus obras magnas, pero que es de obligado visionado como Los sobrevivientes. En la misma década, el maestro había estrenado además su igualmente indispensable La última cena.

El realizador Pastor Vega pone en la retina del receptor local un magnífico baño de realidad, a través de la película de relato más contemporáneo de la década. Fue Retrato de Teresa, filme de 1979 que anuncia un cine futuro más acercado a la cotidianidad de los seres humanos, sus cuitas, proyectos de vida y limitaciones.

También en dicho año ilumina las pantallas cubanas el dibujo animado de largometraje más relevante de la historia del género en la Isla: Elpidio Valdés. Esa obra de Juan Padrón tuvo secuelas, así como disímiles cortos derivados.
Significó un éxito artístico que demostraría la capacidad nata del autor para ese género, por la vía de un filme que trabajaba, sin demagogia ni patrioterismo, con conceptos claves para las nuevas generaciones como el amor a la patria, disciplina, solidaridad, ética…

El decenio de los ’80 del siglo XX trajo un inusitado aumento en el volumen anual de filmes nacionales (44 para ser exactos); así como la entrada a escena de un grupo de jóvenes directores, encaminados en buena medida a la sazón hacia la comedia costumbrista.

El matrimonio irrompible del cine cubano con su público se solidifica en estos dos lustros, cuando predominaron comedias de mucha taquilla del corte de Se permuta, Los pájaros tirándole a la escopeta, Una novia para David o Plaff.

El maestro Humberto Solás estrena a inicios de la década su singular e incomprendida versión de Cecilia. Juan Padrón propone su internacionalmente aclamado dibujo animado Vampiros en La Habana, en 1985. Santiago Álvarez continúa gestando ese impresionante edificio siempre en construcción que fue el Noticiero ICAIC Latinomericano, paradigma de documental y reportaje periodístico de información y reflexión. Enrique Pineda Barnet propone su muy bienvenido musical La bella del Alhambra, en 1989, el mismo año en el cual Orlando Rojas entrega la formalmente modélica Papeles secundarios.

En los ’80 el cine cubano se prestigia con la aparición de Un hombre de éxito, de Humberto Solás, estrenada en 1986; al tiempo que aprecia el nacimiento autoral de un cineasta que más adelante tendría notable relieve, como Fernando Pérez, y su filme Clandestinos, de un año después.

El propio Fernando reinicia su trabajo en el largo de ficción bien temprana la década posterior de los ’90, Hello Hemingway mediante. Cuatro años adelante propone su Madagascar, y otros cuatro después, La vida es silbar.

Solás revisa a Alejo Carpentier en su monumental versión fílmica de El siglo de las luces, la cual ve la luz en su versión fílmica original en 1992 y luego es trasvasada a un serial; como antes el maestro había hecho también con Cecilia.

Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío codirigen uno de los títulos fundamentales de la década y de la propia historia del cine cubano. Fresa y chocolate, de 1993; constituye un adelantado ejercicio fílmico que aboga por el respeto a las otredades y absoluto del ser humano, más allá de cualquier distingo o identidad sexual.

A películas de vocación intelectiva como Pon tu pensamiento en mí, El elefante y la bicicleta o La ola se contraponen durante los ’90 varias comedietas populistas del corte de Un paraíso bajo las estrellas u otros títulos tan o más desafortunados.

Julio García Espinosa irradia el cine nacional en el momento más duro del Período Especial, gracias a una obra poderosa, magnética, minimalista y polifónica a la manera de su imborrable Reina y Rey, regalo otoñal del cineasta a su admirado neorrealismo italiano.

El crítico de cine y documentalista Enrique Colina prosigue ahora la ejecución de atinados cortes de reflexión social que ponen en solfa distintos males de la contemporaneidad.

En los ’90 se acentúa, dadas las penurias económicas, el régimen de coproducción que, usualmente, establecía condicionantes de diverso signo, las cuales por regla iban en desmedro de la pantalla nacional, tendencia que continúa durante los primeros años del siglo próximo.

La primera gran película del actual siglo es el documental Suite Habana, dirigido por Fernando Pérez en 2003 y erigido como uno de los filmes más significativos de la cinematografía cubana contemporánea. A caballo entre el documental y la ficción, la película se distingue por proponer una construcción de la cubanidad que escapa al estereotipo. La ausencia absoluta de diálogos pone de relieve el trabajo sobre la banda sonora; así como también las elecciones en materia de puesta en escena y de montaje.

Cuba Libre (2015) e Inocencia (2018) son dos expresiones, en este decenio, de un cine histórico de sólida factura./ Foto: Tomada de Internet
Cuba Libre (2015) e Inocencia (2018) son dos expresiones, en este decenio, de un cine histórico de sólida factura./ Foto: Tomada de Internet

El cine cubano del siglo XXI recibe la sangre fresca de nuevos realizadores y derroteros temáticos y genéricos. En esa lista de filmes y realizadores cabe mencionarse a Nada, estrenada por Juan Carlos Cremata en 2001; el mediometraje Video de familia, dirigido por Humberto Padrón un año más tarde; Tres veces dos, trío autoral de 2004; La pared, realizada por Alejandro Gil par de años adelante; la excelente y subvalorada La edad de la peseta, a cargo de Pavel Giroud, en 2007; Los dioses rotos, a la cuenta de Ernesto Daranas, en 2009; Larga distancia, irrumpido el calendario próximo de la mano de Esteban Insausti o Casa vieja, de Léster Hamlet, estrenada durante el mismo año 2010.

Poco antes, para 2008, Arturo Sotto ofrece un lúcido diagrama de nuestra sociedad por conducto del documental Bretón es un bebé. Ian Padrón atrae una legión de espectadores merced a su Habanastation, de 2011. El mismo año Alejandro Brugués desembarca el primer largometraje cubano de terror: Juan de los muertos, con casi tanto o más de chanza como de horror. Enrique Álvarez prosigue su cine intimista mediante Marina, de igual fecha.

Carlos Lechuga regala su sólida Melaza, en 2012, el mismo año durante el cual un versado como Daniel Díaz Torres sugiere su estimable La película de Ana.

Ernesto Padrón le confiere nuevo aliento a la parcela de la animación gracias a su largometraje Meñique, de 2014.

Cuba Libre (2015) e Inocencia (2018) son dos expresiones, en este decenio, de un cine histórico de sólida factura, asidas en ambos casos a hechos de sumo relieve en nuestro pretérito, visibilizados fílmicamente a las nuevas generaciones por gracia de relatos muy bien armados y narrados.

De entonces a la fecha, han continuado irrumpiendo nuevos realizadores, quienes tienen en la Muestra anual una cantera asegurada para viabilizar su reservorio de talento.

No obstante sus limitaciones económicas y los también no pocos títulos sin mucho sentido artístico ni comercial, en cuanto va de siglo el cine nacional ha gestado una producción de relieve, marcada por la apertura a nuevos derroteros temáticos, la luz verde a flamantes proyectos y la materialización de algunas ideas que a corto o mediano plazo podrían suponer un extraordinario estímulo para el desarrollo general de nuestra pantalla.

A su extraordinario pasado, el cine cubano —verdadera conquista de la Revolución Cubana— todavía tiene una historia por mostrar.

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

Un Comentario en “A los 60 años del Icaic: El cine, otra conquista de la Revolución cubana

  • el 31 mayo, 2020 a las 1:59 am
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    Excelente análisis porque sobre todo hace justicia a proyectos renovadores que por razones desconocidas en nuestro país apenas se mencionan y que han marcado pautas importantes desde títulos como La edad de la peseta, La monumental Larga Distancia hasta llegar a Cuba Libre, la historia tendrá que ser nuevamente contada por especialistas sin afinidades ni compromisos. Felicidades por tu mirada imparcial

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