360: un Meirelles global e impersonal

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Aunque es pese a todos sus defectos Ciudad de Dios (2002) la película cardinal de Fernando Meirelles -y lo seguirá siendo toda la vida, sino cambia de tercio-, ya en aquel drama-mosaico de las favelas era dable atisbar cierta afición desmedida a epatancias e interrelaciones voluntariosas y un constructo signado por el afán de hallar ecos globales en las resonancias discursivas. Lo último no sería errado, de procurar una hermenéutica de la miseria a lo Luis Buñuel en Los olvidados (1950), y así llevar el calvario marginal de los sufrientes nacionales al encéfalo de la platea universal. Pero, a diferencia del español, el brasilero nutría su “poética de los preteridos” de un deseo a ultranza por conquistar vasta audiencia internacional, entregándole en bandeja la versión cruentamente colorida e hiperrealista for export de lo por esta imaginado.

Le tomó, de pleno, el gusto al crowdpleaser e incluso al fanpleaser, a trabajar con los códigos “clase media semicultivada de la aldea global” barajados por la industria transnacional fílmica, a partir de su alianza con Focus (la división artística de Universal), con la cual filmó El jardinero fiel (2005). Esta sería el antecedente directo de la obra sin sello de facturación, supranacional, “esponja” -summa de la impostada unidad de “temas argumentales neurálgicos de interés mundial”, diversidad de rostros de actores con mayor o menor historial provenientes de tantísimas naciones como el poliétnico equipo de producción, en tanto pátinas para evidenciar un presunto enfoque/enrumbe multicultural de la propuesta- apreciada luego en Blindness (2008), su adaptación literalmente ciega de Ensayo de la ceguera, y después en 360: Juego de destinos (360, 2012).

Más global, crossover e impersonal que nunca, Meirelles pudo haber nombrado a este filme Río del Destino; si bien desligada la denominación a conexiones con el culebrón proyectado en la televisión cubana. Es por otra cosa, verán. Una joven eslovaca, quien es fichada en Viena para la prostitución vía Internet, genera en su primer viaje profesional de Bratislava a París un tifón de azares interconectados, donde los vientos de una vida despeinan las circunstancias de otra y en cuyo vórtice ectoplasmáticos seres humanos de todas partes (rusos, ingleses, brasileros, rumanos, estadounidenses…; ninguno con entidad dramática para convertirse en algún momento en Personaje) parecen entregar el batón a otros para que tengan su “pedacito” en pantalla y el señor Meirelles pueda soltar con ellos sus subtextos de la importancia de las decisiones personales, las consecuencias de nuestros actos en el status quo, la interdependencia total de la “hormiga humana”, las modulaciones de la moral sexual en la sociedad, infidelidad, tristeza, soledad, depresión e incomprensión. Todo, por supuesto, muy en la cuerda del Efecto Mariposa y la Teoría del Caos, el caleidoscopio, el círculo, los “hilos invisibles” que nos unen… Nada que no se haya dicho diez mil veces; nueve mil de ellas mejor.

Además de bastante tarde, Fernando llega mal a este tipo de cine cuyo obturador fuese disparado durante el siglo en curso por el mexicano Alejandro González Iñárritu, sobre todo con su Babel (2006), la cual le hizo más daño (por imitación, clonación, mal calco e iteración, hablo) al séptimo arte que las Reservoir Dogs y Pulp Fiction, de Quentin Tarantino, en los ’90. El tsunami del método de construcción narrativo de Iñárritu -de hecho nada nuevo tampoco, ahí estuvieron antes Robert Altman (Short Cuts), Paul Thomas Anderson (Magnolia), Paul Haggis (Crash) u otros anteriores para atestiguarlo; solo que el director de Amores perros y 21 gramos le imprimió el más moderno y cosmopolita toque aeropuerto al consabido asunto de las “vidas cruzadas”- baña por defecto cada uno de los fotogramas de 360: Juego de destinos.

Pero, colmo y pasmo de lo cargante, el director de Marly Norman -cortometraje-opera prima de Meirelles estrenada en 1983- y su guionista (Peter Morgan, el a veces muy convincente libretista de La Reina, Stephen Frears, 2006) recomponen su coralino puzzle de trayectorias convergentes aferrados a un tono cansinamente solemne, donde no hay brecha para dinamizar cualquier posible rasgo emergente de humanidad en las criaturas focalizadas. Sí, está la linda brasilera, quien charla con Anthony Hopkins en el vuelo de Londres a Denver. Ella se le abre a él (vine a Inglaterra colmada de sueños y regreso cargada de infidelidades) y este a su interlocutora (viajo a EUA para verificar si es mi hija desaparecida quien yace en una morgue). Y además, la hermana de la prostituta eslovaca, quien comparte empatías -leo libros, busco un rodeo en el camino y cosas de este tipo- en el banco callejero con el chofer ruso del mafioso que, arriba, en la habitación de un hotel vienés, golpea a su hermana.

La combinación dialógica del mencionado cuarteto se deja escuchar entre el coro de más de quince personajes, Meirelles posee personalidad visual, es eficaz en el cuarto de montar, sabe manejar a un combo de actores multinacionales igual de grande que sus previas producciones out Brasil, y mérito del filme (en el cual Morgan se basó, de forma tangencial, en la celebérrima La ronda, de Arthur Schnitzler, versionada por Max Ophüls en 1950 y por Roger Vadim once años después) es que no pone acento melo en ninguna de sus historias yuxtapuestas, como sí hizo el mismo guionista en Más allá de la vida (Clint Eastwood, 2010). Pero, y es grande el tamaño de la conjunción aquí, tales virtudes no eximen a esta coproducción anglo-franco-austríaco-brasilera, en la cual hablan en checo, inglés, alemán, árabe, francés, portugués y ruso, de ser lo que es: epítome de un tipo de cine aséptico, frío, robótico, surgido de la resaca globalizadora, a cuyo tren el motorista Meirelles se ha subido y bien que le gusta pitar.

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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